LA VERDAD SOBRE LA REVOLUCIÓN DE OCTUBRE
CLIMA DE GUERRA
P or el Peñón se despeñaba la luz de un día maravilloso. El 1 de abril de 1935 desembarqué en Gibraltar, entre los dogos de mar de Inglaterra, de aceros flamantes, que vigilaban el Estrecho. Gibraltar me pareció una alegre, limpia y hermosa villa, trepando por un terreno accidentado. El viejo cochero me dijo:
-Pasando aquellas casas blancas está La Línea, población española.
Gibraltar también era, como todos sabemos, población española hasta Nelson. Inglaterra no pudo quitarle a Gibraltar la luz, el clima, tan españoles, pero le dio otro aspecto. Casas nuevas, calles limpias, “policemen” educados, pequeños negocios elegantes. La Línea es todo lo contrario. Ya es España.
Tal vez precisamente por eso me interesó más que Gibraltar, por su autenticidad precisamente. Pero decidí entrar a España por Algeciras. A las cinco de la tarde embarqué en un pequeño navío que me dejó en la bella ciudad andaluza, a veinte minutos de Gibraltar. Todavía se veía la línea de África y se sentía a África en la misma Algeciras, en sus casas blancas, en su clima, en los rostros oscuros de sus gentes, en las canciones desgarradas que salían de sus tabernas y de sus patios adornados.
En la aduana me dieron vuelta a las maletas. Los carabineros revisaron cuidadosamente mi equipaje.
-Hace cinco años, dije a un carabinero, llegué a España por Barcelona y las autoridades aduaneras no fueron tan severas. Hace una hora que están ustedes revisando y hasta observando detenidamente los libros que traigo. ¿A qué se debe esto?
-Es por el contrabando, me respondieron. Gibraltar es puerto inglés y todo vale allí más barato...
Pero el jefe de los carabineros, a quien me dirigí protestando por la tardanza, fue mucho más claro: -¿No sabe usted que en España ha habido revolución?
Pensé en Asturias. Pero desde octubre a abril habían transcurrido cinco meses... Y, sin embargo, España seguía respirando una especie de clima de guerra. Me di cuenta al dejar la aduana de Algeciras. Ya no se veía carabineros en las callejuelas, a lo largo del pintoresco río que recorre la ciudad, en las afueras, en las plazas, frente al ayuntamiento y otros edificios públicos. Se veían guardias de asalto. Armados hasta los dientes, en cada camión una veintena de guardias parecían como aguardar una inminente orden de ataque. Ataque ¿a quién? Me enteré de que los diarios pasaban por la censura más tremenda; que las Casas del Pueblo estaban cerradas; que los sindicatos habían sido destruidos, que nadie se atrevía a hablar contra el Gobierno ni en voz baja… ¿Y el porqué de ese despliegue bélico?
-Queda prorrogado por sesenta días más el estado de alarma en Algeciras.
Durante el trayecto,Tarifa -la muy noble y muy antigua-,Vejer de la Frontera, Jerez, San Fernando, Chiclana de la Frontera, Sevilla y otros pueblos pequeños, ya cerca del mar, ya entre las montañas, el mismo espectáculo de los guardias de asalto, esta vez combinados con los guardias civiles, se me ofreció. Media hora de descanso en Jerez me hizo ver que ocurría allí lo mismo que en Algeciras. Patrullas que van y patrullas que vienen. Detenciones. Sobresalto. Recelo. Censura. Sólo que, en la estatua de Primo de Rivera, se destacaba una gran mancha de alquitrán...
El primero en hablarme contra la situación creada por la dura represión del Movimiento de Octubre, por parte de las derechas unidas a Alejandro Lerroux, fue el guía del Alcázar de Sevilla.
-Son gente, comprende usté, que lo que quieren es un imposible, que vuelva el Rey. No era exacto, naturalmente. Periodistas amigos y obreros a quienes interpelé accidentalmente más tarde me dijeron que el Rey no contaba; y nadie, salvo el señor Goicoechea, creía en su vuelta. Lo que ocurría era que, y el tiempo les dio la razón con el triunfo del Frente Popular, la revolución estaba latente y el Gobierno temía un nuevo estallido. Gil Robles y los suyos pretendían destruir el sentimiento casi unánime en el pueblo español: su sentimiento francamente republicano, fuertemente republicano, en instalar en España una dictadura de tipo fascista-dollfussista, es decir, vaticanista. El segundo fue un camarero, un mozo del Restaurante de la Viuda, donde almorcé al día siguiente de mi llegada a Sevilla, un garrulo andaluz que yo había conocido cuando era mozo en el bar de un diario porteño de la tarde.
-A Sevilla le han matao la alegría. Lamento que venga usté en estos momentos a la mejor ciudad del mundo.
-Pero ¿todavía lo de octubre?
-Toavía. -Si el drama se desarrolló en Asturias…
-En toa España… -Pero, en Sevilla no ocurrió nada del otro mundo.
-¿No ocurrió nada? Asómese usté al campo y pregunte a los campesinos qué tal les va con la anulación de la ley agraria, las restricciones, la devolución de los bienes a los monárquicos, la desocupación, etc., etc.…
Además, le aseguro a usté que en Sevilla se sintieron los estampidos de las granadas que estallaron en la cuenca minera. A pesar de esta exageración final, el camarero del Restaurante de la Viuda no andaba muy descaminado. Los efectos de la revolución asturiana se sentían en toda España; ya lo creo. Y hasta el viejo Restaurante de la Viuda cerró esa misma noche de abril sus puertas antes de lo acostumbrado. Habíase producido una nueva crisis de gabinete que días después quedó resuelta con una fórmula todavía más reaccionaria.
A la semana, cuando me dirigía a la estación para tomar el tren que me llevaría a Madrid, los vendedores de diarios me acosaron:
¡El trágico incidente de anoche en el barrio de Triana! ¡Dos obreros muertos por los guardias! ¡Prolongación del estado de sitio en Sevilla!. Y en un estado de ánimo y de sitio, nada tranquilo, me ubiqué en el tren. Dos guardias civiles viajaban en el mismo coche. Una señora anciana respondió a mi pregunta:
-Antes viajaba un guardia en cada tren. Ahora dos en cada coche. Las cosas andan mal. Ya lo ve usted. En el compartimento viajábamos tres personas: un viajante de comercio, la señora anciana y yo. El viajante de comercio leía “El Debate”, diario del partido de Gil Robles. La señora anciana leía "La Libertad", diario de izquierda. Yo, por casualidad, tenía entre mis manos un diario independiente: "Ahora". Al parecer, representábamos tres tendencias; pero, cuando se enteraron de que yo era argentino, ambos, la señora anciana y el viajante, quedaron frente a frente.Y como es lógico, tratándose de España, a poco de andar el tren quedó planteada la crisis. Oí decir al viajante de comercio:
-Lo que cuenta “El Debate” acerca de las atrocidades cometidas en Asturias por los revoltosos es terrible.
-¿Le hace usted caso al “Debate”?, replicó la señora anciana. Si los diarios de izquierda pudieran hablar, iba usted a saber que fueron peores las atrocidades cometidas por el Tercio Extranjero y los moros en la represión del movimiento.
El viajante se indignó. Comenzó a gritar contra los revolucionarios dirigiéndose, enfurecido, a la señora anciana. Ésta le rogó que bajara la voz. Yo me uní a sus ruegos. Los guardias civiles observaban desde el fondo del coche.
-No es correcto, me atreví a decirle al viajante; como están las cosas, detendrán a la señora en la primera estación.
-Oiga usted, repuso el viajante, es usted argentino y no quiero que se lleve una mala impresión de España.
Aquí no ocurre nada.Todo está tranquilo. Los delincuentes están en la cárcel. El Gobierno tiene el control de la situación. No haga usted caso de las historias que le cuenten.
Vi que la señora anciana se mordía los labios. El viajante descendió en la estación de Córdoba. Fue entonces cuando la anciana, sentándose a mi lado, me explicó:
-¿Qué todo está tranquilo? ¿Sabe usted quién soy yo? Una costurera de Madrid. Hace quince días estuve en León. Fui a visitar a mi hijo mayor, preso desde octubre por sospechoso de socialista. Ha rebajado diez kilos de peso. Es otro hombre. ¿Qué hizo? Nada. Y ahora vengo de ver a otro hijo, que era obrero de la Fábrica de Tabacos y está preso, en Sevilla, por la misma causa.
-¿Cree usted que son delincuentes todos los que están en la cárcel? Lo que pasa es que los curas quieren volver a adueñarse de España; pero, por esta cruz, le juro que algún día saldré yo también a la calle con una carabina para defender la República.
Horas más tarde, en Baeza, subió un campesino, entrado en años. Se ubicó en nuestro compartimento y nos convidó con un trago de vino. El excelente vinillo nos hizo olvidar el traqueteo del tren y el cansancio del viaje. El campesino nos contó su historia:
-En mi aldea quisieron matar al cura el 7 de octubre.Yo había sido alcalde y gozaba de general aprecio allí. Fui a ver al cura y le dije: Padre Marcelino, salga usted de la aldea porque lo matarán. No lo mataron porque los guardias llegaron a tiempo. ¿Saben ustedes cómo me pagó el padre Marcelino? Me hizo detener.
Me hizo dar una tunda.Voy ahora a Madrid a protestar. Comprendo que tenía razón aquel fresco que me dijo: "Cuando estalló la Revolución de Abril de 1931, que trajo la República, un ciudadano de cierta aldea envió al ministro de la Gobernación el siguiente telegrama: Hemos declarado también aquí la República. ¿Qué hacemos con el cura? Del ministerio respondieron que no le hicieran daño al cura. He ahí el error de la República del 14 de Abril. Estamos ahora a punto de perderla, porque a la pregunta ¿Qué hacemos con el cura? No se respondió: ¡Enviadlo al infierno!”
En Madrid hacía bastante frío y lloviznaba. El espectáculo de los guardias de asalto me resultó más sombrío. El número de guardias era mucho mayor. Se veían camiones con ametralladoras por todas partes. Busqué una dirección en mi libreta: Hotel Bristol, Gran Vía. El chofer se detuvo en el corazón de la Gran Vía. La llovizna velaba los letreros luminosos. A cada rato se veían pasar guardias a caballo o en los camiones. Mis amigos me dejaron, provisoriamente, en el Hotel Bristol.A las once de la noche bajé de mi habitación y me dispuse a salir a la calle. El botones me detuvo en la puerta.
-Perdone... ¿Es usted periodista?
-Sí.
-Debe ir a la Dirección de Seguridad a que sellen los documentos. Di un vistazo a la amplia avenida. La típica Gran Vía ofrecía un aspecto distinto al que yo había imaginado.
-¿Qué ocurre?
-Hace mucho tiempo que vivimos así. Han pasado cosas terribles. -¿Aquí también?
-También, aunque en otra forma. ¿Sabe usted lo que ocurrió en este hotel?
-¿Qué ocurrió?
-En los primeros días de octubre, pidió alojamiento un señor muy bien vestido, extranjero, de apellido ruso. No recuerdo bien cómo se llamaba. Durante una semana, permaneció sin salir de su habitación, en el cuarto piso. El ocho de octubre cayó muerto, ahí mismo, frente al hotel, en medio de la calle, un guardia de asalto. No se supo de dónde había salido el tiro. Al día siguiente, por la mañana, cayó otro, y otro a la tarde.
Al tercer día cayó el cuarto guardia de asalto. Un teniente que, apostado en el Palacio de la Música, ahí cerca, observaba los edificios de este costado, hizo de pronto un disparo a la ventana del cuarto piso. En seguida entraron al hotel, el teniente y cinco guardias más. Subieron apresuradamente al cuarto piso, abrieron la puerta de la habitación del ruso y dispararon sobre él sus armas. El ruso estaba en pijama, recostado en un sillón, cerca de la ventana.Tenía dos revólveres en las manos. Había sido él quien había matado a los cuatro guardias.
-Y, ¿quién era? ¿Qué era?
-Nunca se supo. Sus maletas, rotuladas en muchos países, no encerraban ninguna cosa rara, ni documentos, ni nada...
-Era un francotirador..., murmuré.
-¿Un franco qué?, díjome el botones. ¡Era un ruso! Y parecía un príncipe.Yo vi cuando lo sacaron muerto en la camilla.
Volví a encontrar a mis amigos, periodistas de Madrid y escritores. Saqué en consecuencia que el drama de Asturias había sido más tremendo de lo que se decía en Buenos Aires.
Después pude documentarme más ampliamente y enterarme de lo que en realidad había ocurrido en octubre del 34; y de por qué había ocurrido.
(FIN)
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